miércoles, 27 de abril de 2011

Los baños.

En la mitad del siglo pasado, los primeros bañistas de La Concha fueron los muchachos. Iban a la playa provistos de toalla y un par de palitos: cuando la marea estaba baja, tomaban posiciones al pie del murallón que había entre lo que hoy es el Club Naútico y la actual primera bajada, que sostenía los actuales jardines de Alderdi Eder, y en las grietas que tenía el paredón metían los palitos que hacían las veces de colgadores.
Uno de aquellos muchachos contaba años después que despojados de la ropa, “desnudos ya y conforme vinimos a este pícaro mundo, grandes y pequeños nos zambullíamos en el mar, sin más ayuda que la señal de la Cruz para librarnos de accidentes: mordeduras de malignos bichos o de que un atrevido pulpo se enroscase en alguna de nuestras piernas”.
Cuando la marea estaba baja, dejaban la ropa en hilera sobre la arena. “Tan distraídos nos encontrábamos que la marea iba haciendo sus estragos bañando también nuestras ropas que andaban fluctuando con la resaca.
Advertido el desastre, todos nos abalanzábamos a recoger nuestras prendas y gracias cuando se completaban, pues resultaban casos de quedarse algunos con una sola bota y otros sin ninguna.
Hecha la recogida, principiaba el secamiento: parecía aquello un tendido de lavanderos desnudos que retorcían la ropa con gran empeño para exprimirla del agua, de miedo a la reprimenda que nos esperaba.
Sin tiempo para secarse porque llegaba la hora de recogerse a casa, con mil trabajos la metíamos sobre nuestros cuerpos, mojados también porque la mayoría no tenía toalla”.
En aquel tiempo al que se refiere, no se conocían las casetas y la primera que se montó, por idea de un descendiente de Gabriel María de Laffitte “Gil Baré”, componíase de una plataforma cuadrilonga con pequeñas ruedas; armazón de listones y cerrada, de lienzo blanco. No tenía ventanas, entrando la luz por la cubierta abierta siempre. Tampoco había puerta, bastaba la apertura de la tela para que hiciera veces de entrada.
La idea tuvo imitadores y desde entonces todos los años iba en aumento el número de casetas, llegando en 1.890 a 295, instalándose también en Ondarreta.
El Ayuntamiento cobraba un pequeño impuesto por caseta, obteniendo en 1.893 por este impuesto la cantidad de 2.287, cantidad con la que pagaba el sueldo a un cabo y cuatro celadores de mar.





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